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En el invierno de 1944, las calles de Budapest se convirtieron en un corredor de muerte. Los judíos eran conducidos hasta la orilla del Danubio, obligados a despojarse de sus zapatos —el bien más valioso en tiempos de guerra— y alinearse frente al río helado. Allí, los Nazis apuntaban sus fusiles. Los disparos llegaban primero, el agua después. Los cuerpos caían al río, arrastrados por la corriente. Los zapatos quedaban atrás, vacíos, como testigos mudos de un crimen.
Aquella práctica cruel respondía a un motivo tan miserable como práctico: los zapatos eran caros, difíciles de conseguir en plena guerra. Los verdugos los recogían para venderlos o usarlos ellos mismos, mientras las familias desaparecían bajo las aguas oscuras.
Hoy, en ese mismo lugar, se alza uno de los monumentos más conmovedores de Europa: 60 pares de zapatos de hierro, desgastados, alineados junto a la orilla. No hay nombres, no hay fechas. Solo el silencio de esos zapatos vacíos que hablan por miles de voces apagadas.