La izquierda ha perfeccionado un mecanismo político que no consiste en resolver problemas, sino en fabricarlos, manipularlos y usarlos para imponer su agenda. Su táctica es simple: elegir un colectivo, convertirlo en víctima oficial, blindarlo contra cualquier crítica y utilizarlo como ariete ideológico para reconfigurar leyes, censurar discursos y moldear la sociedad a su conveniencia.
La causa saharaui es un ejemplo de manual. Durante décadas, los partidos y ONGs de izquierda en España han mantenido cautiva la causa, explotando el sufrimiento del pueblo saharaui como si fuera un esclavo político, útil para sus discursos y redes clientelares. Ahora empiezan a asustarse porque ese “esclavo” se les escapa: cada vez hay más voces dentro de los propios saharauis que rechazan su manipulación. Al mismo tiempo, se dedican a defender a marroquíes delincuentes solo por el hecho de ser marroquíes, tratándolos como si fueran animales sin consciencia, como perros que no saben lo que hacen o incapaces de maldad alguna y por tanto no pueden ser responsables de sus actos.
Con los inmigrantes, la estrategia es igual de perversa. Todo aquel que no sea español o blanco —sea magrebí, subsahariano, hispanoamericano, asiático o de cualquier otra procedencia— es infantilizado. La izquierda los trata como menores de edad políticos: sin capacidad de responsabilidad individual, sin exigencias de integración, eternos dependientes del Estado. Bajo el disfraz de “solidaridad” se oculta un doble objetivo: alimentar asociaciones y colectivos subvencionados afines, y usar su presencia como argumento para modificar leyes y costumbres, debilitando las bases culturales de España.
El discurso racial importado de Estados Unidos se aplica aquí a la carta: todos los no blancos son víctimas estructurales; todos los blancos son opresores históricos. No importa la situación real de cada persona, sus ingresos, su conducta o sus logros. La narrativa se impone, los datos se manipulan y cualquier disidencia se marca como “racismo” o “supremacismo”. Casos puntuales se sobredimensionan para justificar cambios sociales y legales que, de otro modo, la mayoría no aceptaría.
Con el islam, la táctica es idéntica. Se presenta a todos los musulmanes como una minoría frágil que debe ser defendida incluso de la crítica legítima. Quien cuestione esto es tachado de islamófobo, cerrando el debate sobre integración, seguridad o influencia extranjera. Se da carta blanca a actores y discursos que, si fueran cristianos, serían demonizados al instante.
A todo esto se suma un objetivo más profundo: vaciar de espiritualidad tanto al cristiano como al musulmán. La izquierda, instalada en un ateísmo militante y descontrolado, actúa como si todo el mundo tuviera que pensar como ellos. Desprecian la fe, la reducen a superstición y tratan de expulsarla del espacio público. No les basta con no creer; necesitan imponer la ausencia de creencias como norma obligatoria. Su mundo materialista carece de moral trascendente: lo único que importa es el control social, el reparto de poder y el beneficio político. Para ello, se infiltran en todas partes —escuelas, universidades, medios, cultura, ONGs, instituciones— hasta ocupar todos los nodos de influencia. La meta es clara: moldear una sociedad sin raíces, sin fe, sin memoria y, por tanto, sin resistencia.
Este esquema se repite con precisión: tragedia o problema → relato emocional selectivo → demonización de cualquier alternativa → uso político perpetuo. No hay interés en resolver nada. La tragedia es un recurso, la víctima es un instrumento y la verdad es maleable. Lo que importa es mantener el combustible ideológico encendido, aunque eso signifique destruir la libertad, falsificar la historia, vaciar el alma y manipular las mentes.
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